MANUEL MOROS PEÑA
Comer carne humana es el último tabú de cualquier sociedad que se precie de ser civilizada. De hecho, a lo largo de los siglos, el canibalismo ha sido un argumento esgrimido para justificar la persecución y conquista de otros pueblos aparentemente menos desarrollados. Sin embargo, por sorprendente que parezca, los recientes descubrimientos paleontológicos apoyan la teoría de que los seres humanos hemos sido devorados por semejantes desde que nuestros primeros ancestros caminaban sobre la Tierra. Lo encontramos desde los tiempos más remotos y en todas las regiones del planeta. Con el paso del tiempo fue desapareciendo en algunas sociedades, mientras que otras lo mantuvieron, consagrándolo y glorificándolo.
Aunque la idea de un ser humano tratando el cuerpo de un semejante como si fuera solo carne repugna, la figura del caníbal produce a la vez una inevitable sensación de fascinación. Es la fascinación por lo diferente, por lo extraño y por lo que se aparta de la norma, innata al género humano y que por lo tanto ha de durar tanto como nuestra propia especie. Esta atracción aumenta cuando nos enfrentamos al hecho de que, en algunas culturas, el canibalismo no se considerara un acto monstruoso y antinatural, sino una práctica aceptada socialmente, un sagrado deber moral realizado en interés del bienestar de todos.
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